Necesitamos un nuevo relato
La cohesión social requiere un horizonte común y esperanzador
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Fuente: El Potosí. |
Una sociedad cohesionada es el
antónimo de una atomizada. En estos tiempos de polarización, donde las burbujas
mediáticas funcionan como cámaras de eco que refuerzan nuestros sesgos y
miedos, necesitamos como humanidad, en sentido amplio, y como bolivianos, en
sentido estricto, un nuevo relato de unión y esperanza. Pero no basta con la
apología de la cohesión. Se necesita un proyecto concreto que abarque e incluya
a todos y cada uno de los integrantes de nuestra sociedad.
El triunfo de la
globalización, pero sobre todo del sentido común liberal, en el que los
derechos humanos y el individualismo gozan de relevancia trascendental, han
traído consigo un progreso material, intelectual y valórico jamás experimentado
por la humanidad. Hay quienes lo enaltecen como un sistema perfecto o lo
encuentran una aberración. Y hay quienes saben que, como toda construcción
humana, no está libre de fallas. Los crecientes experimentos populistas, que
dividen a las sociedades en facciones antagónicas, ponen en evidencia los
puntos débiles de este sistema hegemónico; entre ellos, el hecho de que una
sociedad funcionante requiera elementos que motiven a sus integrantes a
cooperar.
El sociólogo Ferdinand Tönnies
hizo una distinción certera entre los conceptos de sociedad y comunidad. Una sociedad
es una agregación de individuos persiguiendo intereses particulares, cuyo
resultado son relaciones sociales basadas en el intercambio, más impersonales y
concentradas en su funcionalidad. Una comunidad es un grupo de individuos
basado en valores y prácticas sociales comunes, cuyo fruto son relaciones personales,
cercanas y emocionales, al igual que un sentido de pertenencia y solidaridad.
La humanidad conoce
perfectamente las consecuencias negativas de construir Estados exclusivamente
en base a ideas comunitarias. El siglo XX demostró que ideologías como el
nacionalismo o el comunismo, que por principio subyugan al individuo bajo la
tiranía colectiva, tienden a acabar en catástrofes morales y humanitarias. El
humanismo liberal se erigió precisamente sobre aquellas ruinas. No obstante, y
sin negar ninguno de los logros de ese relato otrora abarcador, el mundo está
experimentando el ascenso de radicalismos que se erigen sobre las ruinas de la
sociedad de individuos atomizados. Como alguna vez repensamos la comunidad, hoy
nos toca repensar la sociedad.
Un nuevo relato unificador,
capaz de fortalecer la cohesión social, no debe dejar que el colectivo consuma
al individuo, como tampoco debe permitir que la persecución de intereses
particulares se interponga en la construcción de un espacio común, de un
nosotros. Ese relato no debe negar los derechos humanos, como tampoco debe
negar que nuestros problemas más urgentes no se resuelven atrincherándonos,
sino cooperando. Nos lo mostró la pandemia, nos lo muestran las recurrentes crisis
económicas y humanitarias, y nos lo muestra el cambio climático.
Si bien el nosotros nacional o
global que construyamos requiere metas colectivas, éstas no deben transgredir
las libertades individuales, sino más bien fundamentarse en su protección,
complementación y promoción. En otras palabras, nuestras metas colectivas deben
apelar a la razonabilidad y el sentido común individual, a modo de constituirse
en sentido común colectivo. Este es el patriotismo constitucional del que habla
el filósofo y sociólogo Jürgen Habermas: la transformación de nuestra
inevitable identidad colectiva, de modo que supere el nacionalismo étnico y se
construya sobre valores humanistas, democráticos y constitucionales.
Evidentemente, no podemos
decir que estemos listos, como humanidad, para ejercer un patriotismo
constitucional à la Habermas. Aún seguimos en el estadio de las simpatías, como
lo concibió el filósofo John Stuart Mill. En este estadio de desarrollo humano,
las simpatías étnicas y culturales anteceden al surgimiento de una simpatía
global, basada exclusivamente en la condición humana. Mill creía que el
nacionalismo, si bien aprovechado, sería capaz de expandir el alcance de
nuestra moral. Es decir, la buena convivencia social, basada en valores
comunes, podría ampliarse desde ejes relativamente pequeños,
como la familia, hacia ejes mayores, como la nación o incluso la humanidad.
«Un nuevo relato
unificador, capaz de fortalecer la cohesión social, no debe dejar que el
colectivo consuma al individuo, como tampoco debe permitir que la persecución
de intereses particulares se interponga en la construcción de un espacio común,
de un nosotros».
Para la cohesión social, sin
embargo, la historia ha mostrado que no basta con simpatías étnicas o
culturales. Si algo se puede aprender de los nocivos
populismos,
es que la cohesión precisa relatos unificadores y objetivos comunes. Relatos
excepcionalistas como los chauvinistas, racistas y marginalizantes o
perseguidores de minorías son, en esencia, antiliberales, y nos hacen propensos
a repetir nuestros errores más catastróficos del pasado. Una sociedad, que
pretenda preservar las fortalezas del humanismo liberal, debe encontrar un
relato que demande la cooperación en la diversidad de individuos, en lugar de pretender
hacer de ciertos grupos una excepción.
El siglo XXI exige que la
nación o nuestro sentido de humanidad no se construyan más mediante el enfoque
en nuestras diferencias –que debemos respetarlas siempre y cuando no vulneren derechos
ajenos–, sino mediante el enfoque en nuestras semejanzas, proximidades y
afinidades. La polarización nos hace creer que nuestro vecino, inclinado a
pensar distinto políticamente, no tiene absolutamente nada en común con
nosotros: un sinsentido que la política a menudo alienta, porque, al reforzar
sesgos, consigue votos. Lo cierto es que ese vecino probablemente tenga una
historia de vida más similar de lo que podemos imaginar, pues sus prácticas
culturales y sus preocupaciones socioeconómicas, salvo algunas excepciones, no
pueden abstraerse del lugar en que habitan y tratan de salir adelante.
Asimismo, los problemas
globales, como los incendios forestales, están generando una memoria y
conciencia colectiva que trasciende fronteras. Gracias a los medios masivos y
las redes sociales, nos enteramos de que las alegrías y las tristezas a menudo
son transversales a las culturas y naciones: llámense familia o pandemia,
respectivamente. Si, sobre una base humanista-liberal, buscamos un relato que
se concentre en cooperar en torno a esas experiencias en común, como humanidad
ya habremos ganado mucho. Suena un tanto utópico, pero… ¿qué
relato no lo es? Tener una visión ideal, aunque se sepa que no se cumplirá al
pie de la letra, nos motiva, esperanza e impulsa a cooperar. Y eso es a lo que
debe apuntar cualquier relato sólido.
Un ejemplo de «relato
saludable» fue el que impulsó la reconstrucción de Alemania
luego de la Segunda Guerra Mundial. Su visión era profundamente humanista-liberal,
al punto que, en 1949, se incorporó en la constitución alemana que la dignidad
humana es intocable y los derechos individuales son válidos e inmodificables
hasta la eternidad. Con esa sólida convicción de no repetir los errores del
pasado, la sociedad alemana encaró la reconstrucción de un país en ruinas. Y, aun
así, sería ingenuo asumir que el desarrollo humano, incluso una vez sentadas
las bases para un patriotismo constitucional, es un viaje derecho a la cumbre.
No, como toda construcción humana, sufre altibajos y es un proyecto inconcluso
y en todo momento perfectible, como diría el mismo Habermas. Los grandes desafíos
de este siglo están poniendo a prueba incluso a la wehrhafte Demokratie,
la democracia militante de Alemania.
Volviendo a Bolivia, el relato
que en un futuro próximo nos cohesione deberá centrarse en la reconstrucción
del país. Nos urge una visión económica capaz de instaurar la libertad
necesaria para la creación de riqueza, al tiempo de concebir un modelo justo,
inclusivo y resiliente, en el que –aun con el ajuste necesario– no se deje a ningún
boliviano atrás. El relato, que nazca de este objetivo común, debe crear la
sensación de que las medidas que se tomen aspiran a que el barco, con todos
adentro, no se hunda; no a que se salve quien pueda. A este pilar
socioeconómico, debe necesariamente añadirse el
refortalecimiento de las instituciones democráticas, la reedificación del
sistema judicial y la protección de nuestro patrimonio natural.
En
pocas palabras, Bolivia requiere un relato que apele a las preocupaciones de su
ciudadanía, a las experiencias comunes del ciclo que se cierra. Y no para
generar zozobra, odio u resentimiento –como hacen populistas de un lado y del
otro–, sino para ofrecer un horizonte de esperanza y cohesión social; un
horizonte que nos motive a contribuir y cooperar para oponernos a toda forma de
tiranía y construir una sociedad de individuos libres.
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